04 agosto 2006

Castrados

Hay un sólo hecho que lamentaría si la muerte se llevase a Castro esta vez: No haber visitado Cuba bajo su mandato.
Cuando uno se pone a hablar de Cuba y de las pestes de su gobierno, siempre hay un interlocutor que intenta denostar nuestra opinión por el simple hecho de no 'haber visto como es aquello' en persona.
Yo creo que uno puede, por ejemplo, certificar las atrocidades nazis sin haber estado hacinado en Auschwitz o Treblinka, o defender la tesis de la homosexualidad de Alejandro sin haber tenido que pasar el duro trago de ser sodomizado por el bravo caudillo macedonio.
Con Cuba, sin embargo, es distinto. No haber estado allí significa tener opiniones de segunda frente a aquellos que han tenido la suerte de haber visitado la (presuntamente) hermosa isla antillana y de comprobar lo maravilloso que es aquello. Amistades peligrosas, las progres.
Así que mientras ahorro unos pesos para el billete, me limitaré a observar la hilacha de los cómplices del régimen, a quienes la excepcionalidad de la situación está dificultando ocultar sus simpatías para con el dictador y su obra.
Así cacarean Saramago, Mario Benedetti y Eduardo Galeano, María Rojo, Oscar Niemeyer y Walter Salles, Joaquín Sabina, Luis Eduardo Aute, Almudena Grandes, Manu Chao y Luis García Montero. Jorge Enrique Botero, Danielle Mitterrand, Rigoberta Menchú o Augusto Roa Bastos, entre otros.
Algunos, curiosamente, han vivido en carne propia los desvaríos de la tiranía anclada en el poder.

Mi mente simplona no se explica, pues, su complicidad con esta dictadura sátrapa que lentamente se desangra en una salita especial del Palacio de la Revolución.

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